martes, 23 de julio de 2013

El soberano de Epiro soñó con crear un gran imperio mediterráneo, comparable al de Alejandro Magno. Pero Roma se alzó en su camino. Genial estratega y aguerrido soldado, Pirro fue el más brillante general de su época. A menudo se lo ha comparado con Alejandro Magno, que murió en 323 a.C., apenas cuatro años antes de su nacimiento. Con él compartía la fiereza y agilidad en lucha, así como su magnífico porte, su apariencia leonina y su rudo vocabulario, y, por encima de todo, su parentesco con Aquiles, puesto que ambos pretendían ser descendientes de Neoptólemo (también llamado Pirro), hijo del gran héroe aqueo. Tenían otra cosa en común: la ambición. Como el conquistador macedonio, Pirro soñó con crear un gran imperio, y desde el Epiro -un reino situado al norte de Grecia, entre la cordillera del Pindo y el mar Jónico- se propuso convertirse en el soberano más poderoso del mundo helénico, e incluso de todo el Mediterráneo. Pero, pese a sus éxitos en el campo de batalla, no tuvo la misma fortuna que Alejandro, y pasó a la historia por la expresión «victoria pírrica», en alusión a las victorias militares que no hacen sino precipitar la derrota final del vencedor. En 280 a.C., ansioso de aventuras, Pirro acude al sur de Italia llamado por los tarentinos para luchar contra Roma, la potencia emergente del Mediterráneo. El choque no se hizo esperar. Cerca de la ciudad de Heraclea Apulia, Pirro inició el ataque al frente de la caballería. Cuando el resultado de la batalla era más incierto, Pirro recurrió a su arma más temible, los elefantes de combate. La visión de estos monstruosos animales infundió el terror en los caballos romanos, que dejaron de responder a sus jinetes. Como vencedor, Pirro dictó a los romanos unas condiciones de rendición que garantizasen la independencia de las ciudades griegas, pero el anciano Apio Claudio el Ciego, venerable senador romano, exhortó a sus conciudadanos a rechazarlas. En respuesta, Pirro dirigió sus fuerzas contra Roma, hostigando y saqueando los territorios vecinos. Pero cuando estaba cerca de la Urbe recibió la noticia de que otro ejército romano se dirigía contra él, tras firmar la paz con los etruscos, y tuvo que retirarse. Al año siguiente reanudó la guerra, que tuvo su segundo asalto en la batalla de Ásculo. Pirro obtuvo otra gran victoria, aunque de nuevo a un altísimo precio: perdió más de tres mil soldados, frente a seis mil por parte romana. Fue entonces cuando dijo: «Otra victoria como ésta y estamos perdidos». Sin refuerzos y bloqueado en Italia ante la indómita Roma, Pirro decidió pactar la paz. Respondiendo otra vez a la llamada de los tarentinos, Pirro volvió a enfrentarse a Roma, aunque esta vez los efectivos romanos superaban en una altísima proporción a su ejército. Así, cuando más le convenía planificar con cautela sus movimientos, su ardoroso ánimo le llevó a encararse con ellos en la funesta batalla de Benevento (275 a.C.), en la que fue definitivamente derrotado por las legiones. Tras años de esforzada lucha, Pirro volvió a Epiro con las manos vacías. Hasta su prestigio como militar se había visto afectado. Nada más volver a Grecia supo que Antígonas Gonatas, hijo de Demetrio, era el nuevo rey de Macedonia, por lo que decidió atacarle y arrebatarle el trono. Su éxito fue total. A continuación fue reclamado al Peloponeso para someter a Esparta. Pero en Argos murió después de caer herido por una teja que una anciana le tiró desde un balcón, en medio de disturbios durante su avance.


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